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jueves, 25 de septiembre de 2008

No quiero ser como mi madre

Nos pasamos la adolescencia despotricando del estilo educativo de nuestros padres. Y cuando nos toca ejercer, pensamos que jamás cometeremos los mismos errores. Un día, de repente, nos enfrentamos a la cruda realidad: somos repetidores de su conducta.

Una vez que estamos en el lugar de nuestros padres, nos encontramos con dos noticias, una buena y otra mala. La mala es que, a menos que tengamos una madurez envidiable, es habitual adoptar algunos «errores» de nuestros progenitores, ya sea repitiendo patrones o cruzando al extremo opuesto. La buena noticia es que tiene solución.

Nos quedamos perplejas cuando nos pillamos regañando con el mismo tonillo que tanto nos molestaba de nuestra madre. Los mismos gestos, las mismas palabras... ¡Lo hemos criticado tantas veces! Sin embargo, es lo que hemos vivido: «El efecto del modelo y del aprendizaje es un peso pesado», afirma la psicóloga Pilar Cobos.

«¡Horror! Soy una réplica de mi madre»
Vernos en el mismo rol que tanto daño nos ha hecho puede resultarnos muy agresivo. Sentimos culpa, vergüenza, incredulidad... Para más detalle, la mayoría de las veces se trata de una conducta impulsiva; sentimos que se nos escapa de las manos, lo que nos genera más angustia.

Pero no estamos condenadas de por vida. Simplemente, no hemos aprendido otra forma de afrontar determinadas situaciones. El modelo que tanto nos molesta ha permanecido en nuestro subconsciente. Ahora que ha salido a la luz, está en nuestras manos recomponer nuestro estilo educativo. Si queremos.

¿Qué tiene de malo el error, que siempre intentamos evitarlo?
No es agradable, desde luego. Requiere capacidad de autocrítica y espíritu para cambiar las cosas. Pero es uno de los métodos más efectivos de aprendizaje. El método de ensayo-error nos permite estar en contacto con la realidad y modificar nuestra dirección o conducta. Así pues, lo mejor es aceptar nuestros errores con espíritu deportivo.

Pautas para no perpetuar errores familiares
La primera medida es desterrar la culpa. Nunca nos deja avanzar. El segundo paso es distanciarnos de lo ocurrido y analizar la situación. Es decir, intentar entendernos a nosotras mismas: por qué hemos reaccionado así, qué hay en nuestro aprendizaje vital que nos impulsa a comportarnos en contra de nuestras ideas.

Llegaremos sin duda a la figura de nuestros padres, a nuestra educación. Pero detenernos a culparlos no servirá de nada, aunque su comportamiento esté en el origen del nuestro. Nuestra educación estuvo en sus manos, pero ahora está en las nuestras. Liberar ciertos sentimientos que albergamos hacia ellos puede ser de gran ayuda. Y comprenderlos es, en parte, comprendernos a nosotras mismas.

Puede que desde nuestra nueva perspectiva de padres entendamos cosas que antes no nos planteábamos: la presión social por mantener la casa limpia, en una época muy difícil para la mujer; la mano dura de unos padres educados de la misma manera; la sobreprotección de una madre que quiso cinco hijos y solo pudo tener una... Aunque teniendo claro que comprenderlos no es justificarlos.

Nos ayudará mirarlos desde la óptica adulta, como personas en lugar de como padres; con sus errores, debilidades y problemas. Entenderlos nos libera un poco más. Aunque lo más importante es entendernos a nosotras mismas: se trata del primer paso para conseguir cambios en nuestro comportamiento. Para decidir con más libertad qué estilo educativo queremos seguir.

La otra equivocación: irnos al otro extremo
Cuando, tras haber crecido bajo el autoritarismo, elegimos la permisividad para educar a nuestros hijos, nuestro error es otro. Hemos optado por alejarnos lo más posible de lo que nos hizo daño y, tanto nos alejamos, que terminamos en el extremo opuesto.

Y tardamos en percibir que algo va mal, porque en este caso todo es más sutil. Poco a poco vamos alimentando una situación que, al final (y generalmente no sabemos cómo hemos llegado hasta allí), nos resulta difícil de llevar.

Es posible que todo comenzara por no corregir los manotazos de nuestro hijo, en clara rebelión a la dureza con la que fuimos tratados de pequeños; o por comprarle todo lo que nos pedía, para paliar las carencias materiales o afectivas de las que fuimos víctimas. Solo buscamos lo mejor, pero a veces encontramos lo peor.

La alarma salta en forma de extrañeza y, a veces, de autocompasión: «¿Qué he hecho mal?» es la pregunta más repetida por las madres. En el fondo se trata de un problema de medida. Nos hemos ido al otro extremo... Y tenemos que encontrar el centro.